LAS PENAS y ALEGRÍAS DEL MEDIO AMBIENTE, sus políticas y sus políticos.

jueves, 26 de marzo de 2015

SEGURIDAD VIARIA y MEDIO AMBIENTE
Las sinergias necesarias

Una imagen de racionalidad

Hay muchas formas para describir nuestra sociedad occidental del momento y una de ellas se parece a un mueble repleto de cajones. Cada aspecto de la sociedad, de la política y de la economía dispone de su particular cajón, pero pocos políticos y gestores son hoy capaces de contemplar el armario completo. La tendencia a la compartimentación en la toma de decisiones se está agudizando desde la implantación del “ideario” único. Una supuesta doctrina donde las políticas se dictan a la medida de la economía de mercado, sustituyendo a una economía al servicio de las políticas. La consecuencia es descoordinación, inestabilidad e ingentes daños.

En los años setenta, en los Estados Unidos se extendió la figura del “analista de sistemas”. Empresas e instituciones buscaban a ciudadanos de mente universal y formación humanista, capaces de abarcar el funcionamiento de completos sistemas empresariales y administrativos. En los años siguientes, esta visión extendida se llamó “sistémica” y ayudó a solucionar no pocas disfuncionalidades en la sociedad. Por esos años también se acuñó el término “ecosistema”, susceptible de desentrañar las complejas relaciones existentes entre los elementos que conformaban un hábitat.

El siglo XXI avanza y el pensamiento único, resumido en el Gobierno de los Mercados, apenas deja espacio a las cuestiones relacionadas con el medio ambiente. Lo cierto es que pocas facetas del saber humano son tan dispersas y complejas como es entender el funcionamiento de la biosfera y de los mecanismos que regulan la vida en el planeta. Solamente un buen “analista de sistemas” sería capaz de extraer consecuencias globales a partir de la interacción de numerosos factores locales.

La actual tendencia es la desregulación. Con este principio como guía, de nada sirve tratar de entender la globalidad de un sistema. No interesa conocer las consecuencias a medio y largo plazo de cada actuación singular, ya que prima la inmediatez del resultado. Entonces,  ¿qué sentido tiene meditar sobre la posible destrucción de los soportes vitales del planeta cuando el único propósito es cerrar los ojos ante la deriva de la sociedad humana? Desde la extensión de las religiones brotadas de “El Libro” (judaísmo, cristianismo, islamismo), el objetivo fue civilizar a la sociedad, regularla y humanizarla con ideas como la igualdad, la solidaridad y el respeto.


El exceso de velocidad ha sustituído al razonable "velocidad inadecuada"

Salvo un puñado de excepciones, la sociedad más tecnológica del siglo XXI parece haber perdido estos principios y aspira regresar a las leyes de la selva y del más fuerte. Desregular, liberalizar, se ha convertido en la nueva religión cuyos máximos profetas tiene origen anglosajón. La visión global no interesa. La previsión y el futuro no existen. Lo importante es la máxima especialización en la producción, la bondad del siguiente dato macroeconómico, la avidez en los beneficios, el Casino IBEX en verde y la rapidez en los resultados.

La situación está afectando gravemente a la protección del medio ambiente. Es natural porque la protección ambiental implica control y regulación de nuestros actos, para no terminar por arruinar nuestra propia casa. El cambio climático, con lo que representa de regulación y contención, es un buen ejemplo de enfrentamiento frontal entre el liberalismo inhumano y la civilización humana. Sin embargo, la confrontación tiene facetas insospechadas, como es la seguridad en el transporte.

Desde que empezó el año 2015 se apunta un leve aumento en el número de muertos en las carreteras del Reino de España. Los 9.400 muertos de 1989 se convirtieron en los 5.000 del año 2000 y en los 1.114 del año 2014. Por no pecar de localista, Francia ha vivido un proceso similar de espectaculares descensos en la siniestralidad viaria, achacables a la firmeza en las sanciones, al carnet por puntos y a las restricciones en la velocidad máxima permitida.

En enero y febrero de 2015 los muertos del tráfico en el Reino de España vuelven a ser noticia. Desde las instituciones oficiales, el ligero aumento en el número de muertos en las carreteras es mirado con precaución, esperando a obtener series de datos más completas que confirmen tendencias. Resulta razonable, pero las alarmas están encendidas.

La razón de la prevención puede ser consecuencia de una especie de sorda obstinación en el error. Parece nacer de la repugnancia hacia la norma y de una permisividad “visceral” que coincide con la doctrina imperante y su patético llamamiento a la “libertad” de cada ciudadano de conducir su coche a la velocidad que le da la real gana,mientras no se queje en las calles. Las autoridades neoliberales sugieren aumentos de la velocidad máxima permitida en autovías y autopistas (130 km/h) y limitaciones en carreteras secundarias (90 Km/h), al tiempo que experimentan con nuevos radares fijos y móviles. Sin embargo, los grandes principios de la seguridad viaria siguen fuera de la comprensión de la ciudadanía.

Esos principios universales son meridianamente claros en las sociedades maduras. Los dos primeros son estructurales y están basados en las carreteras y en los vehículos. Si las vías se deterioran por falta de mantenimiento, la seguridad disminuye desde el momento en que el usuario no es capaz de percibir dicho deterioro. Si el vehículo sufre fallos técnicos, las inspecciones obligatorias (ITV) deberían garantizar la seguridad mecánica. Además, los avances tecnológicos en los nuevos vehículos pretenden disminuir los riesgos de accidente, aunque, paradoja, se siguen comercializando automóviles vulgares capaces de rodar a 200 Km/h, aunque no tendrían nunca ocasión de hacerlo sin burlar la ley.

Los principios no estructurales se refieren al comportamiento del conductor y a la estricta aplicación de normas de circulación. Pocas cosas son más frágiles que la percepción que un conductor tiene de la seguridad al volante. Mientras que las campañas publicitarias tienen efectos muy efímeros, hasta el más idiota sabe que reducir la velocidad reduce los siniestros y su gravedad. La tolerancia cero ante la infracción es imprescindible. Juguetear desde la administración con elevar los límites de esa velocidad resulta temerario, ya que induce a la relajación en la norma. De igual forma, anunciar con paneles, dispositivos o carteles la presencia de radares, tanto fijos como móviles, invita a aumentar la velocidad cuando no se anuncia su presencia.

Carreteras secundarias peor mantenidas por recortes presupuestarios y carencias en el mantenimiento de los vehículos por la penuria económica se conjugan con veleidades normativas en la velocidad que son percibidas por el conductor como mayor tolerancia, menor rigor y menor convicción al señalar las verdaderas causas de las muertes.

En realidad, el cajón de la seguridad vial sigue siendo eso: un simple cajón donde políticos de corto alcance rebuscan y trastean sin cesar. Otra vez nos colocamos ante la ausencia de sinergias. Limitar severamente la velocidad no es sólo la forma segura de disminuir los muertos y heridos en la carretera. Es también la forma más inmediata de disminuir las emisiones de CO2 a la atmósfera y reducir las emisiones de partículas cancerosas (PM).

¡Vaya! Aquí hay una sinergia no suficientemente explorada por miopes autoridades del tráfico, algo lógico en políticos que, sencillamente, detestan el medio ambiente. Pero esas autoridades neoliberales, tan enamoradas del dinero y del PIB, además del cajón ambiental deberían abrir otro cajón. sinérgico Es el de los ingentes daños económicos que causa la siniestralidad en las carreteras.


En Suiza contemplan la siniestralidad viaria de manera global.
Los accidente de carretera cuesta más de 4 mil millones de euros anuales al país

Suiza, nación que aparece profusamente en este blog, acaba de divulgar un estudio federal sobre esos costes en su territorio. En cada accidente, la activación de policías y agentes de tráfico, de bomberos y ambulancias, de grúas y posibles helicópteros para evacuar heridos, supone entre 10.000 y 15.000 euros de gasto. Al coste directo del suceso se suman los daños causados a la infraestructura, la posible reparación del vehículo, la hospitalización, la rehabilitación, la indemnización por el daño, la parada laboral y los lucros cesantes, sin mencionar el coste de una vida truncada.

Según el informe, cada accidente mortal en Suiza puede significar una media de 140.000 euros de gastos a la sociedad helvética. Contando todos los accidentes de carretera del país, cada año supone unos 4.200 millones de euros, lo que equivale al presupuesto anual destinado a la Defensa de la Confederación. Produce escalofríos pensar en lo que significaría para el Reino de España hacer ese estudio.

Bajar la velocidad en las carreteras y autopistas, utilizando para su control efectivo un garrote enorme y erizado de pinchos, no es solamente la forma de que menos personas mueran o queden inválidas de por vida. La sabia medida afecta a otros “cajones” del gran armario nacional, al bajar los consumos, las importaciones de petróleo extranjero, las emisiones que destruyen el clima del planeta y la contaminación del aire que mata a 48.000 europeos cada año. Además, se cerraría la gigantesca hemorragia económica provocada por los siniestros de carretera y por las ingentes enfermedades oncológicas, respiratorias y cardiovasculares en tanta ciudad irrespirable.

Cada vez es más urgente recuperar las olvidadas políticas ambientales  

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