SEGURIDAD VIARIA y MEDIO
AMBIENTE
Las sinergias
necesarias
Una imagen de racionalidad |
Hay muchas formas para describir
nuestra sociedad occidental del momento y una de ellas se parece a un mueble repleto de
cajones. Cada aspecto de la sociedad, de la política y de la economía dispone
de su particular cajón, pero pocos políticos y gestores son hoy capaces de
contemplar el armario completo. La tendencia a la compartimentación en la toma
de decisiones se está agudizando desde la implantación del “ideario” único. Una
supuesta doctrina donde las políticas se dictan a la medida de la economía de
mercado, sustituyendo a una economía al servicio de las políticas. La
consecuencia es descoordinación, inestabilidad e ingentes daños.
En los años setenta, en los Estados
Unidos se extendió la figura del “analista de sistemas”. Empresas e
instituciones buscaban a ciudadanos de mente universal y formación humanista,
capaces de abarcar el funcionamiento de completos sistemas empresariales y
administrativos. En los años siguientes, esta visión extendida se llamó
“sistémica” y ayudó a solucionar no pocas disfuncionalidades en la sociedad.
Por esos años también se acuñó el término “ecosistema”, susceptible de desentrañar
las complejas relaciones existentes entre los elementos que conformaban un hábitat.
El siglo XXI avanza y el
pensamiento único, resumido en el Gobierno de los Mercados, apenas deja espacio
a las cuestiones relacionadas con el medio ambiente. Lo cierto es que pocas
facetas del saber humano son tan dispersas y complejas como es entender el
funcionamiento de la biosfera y de los mecanismos que regulan la vida en el
planeta. Solamente un buen “analista de sistemas” sería capaz de extraer
consecuencias globales a partir de la interacción de numerosos factores
locales.
La actual tendencia es la desregulación. Con este principio como guía, de nada sirve tratar de
entender la globalidad de un sistema. No interesa conocer las consecuencias a
medio y largo plazo de cada actuación singular, ya que prima la inmediatez del
resultado. Entonces, ¿qué sentido tiene meditar
sobre la posible destrucción de los soportes vitales del planeta cuando el
único propósito es cerrar los ojos ante la deriva de la sociedad humana? Desde
la extensión de las religiones brotadas de “El Libro” (judaísmo, cristianismo,
islamismo), el objetivo fue civilizar a la sociedad, regularla y humanizarla
con ideas como la igualdad, la solidaridad y el respeto.
El exceso de velocidad ha sustituído al razonable "velocidad inadecuada" |
Salvo un puñado de excepciones,
la sociedad más tecnológica del siglo XXI parece haber perdido estos principios
y aspira regresar a las leyes de la selva y del más fuerte. Desregular,
liberalizar, se ha convertido en la nueva religión cuyos máximos profetas tiene
origen anglosajón. La visión global no interesa. La previsión y el futuro no existen.
Lo importante es la máxima especialización en la producción, la bondad del siguiente dato macroeconómico, la avidez en los
beneficios, el Casino IBEX en verde y la rapidez en los resultados.
La situación está afectando gravemente a la protección
del medio ambiente. Es natural porque la protección ambiental implica control y
regulación de nuestros actos, para no terminar por arruinar nuestra propia casa. El
cambio climático, con lo que representa de regulación y contención, es un buen
ejemplo de enfrentamiento frontal entre el liberalismo inhumano y la
civilización humana. Sin embargo, la confrontación tiene facetas insospechadas,
como es la seguridad en el transporte.
Desde que empezó el año 2015 se
apunta un leve aumento en el número de muertos en las carreteras del Reino de
España. Los 9.400 muertos de 1989 se convirtieron en los 5.000 del año 2000 y
en los 1.114 del año 2014. Por no pecar de localista, Francia ha vivido un
proceso similar de espectaculares descensos en la siniestralidad viaria,
achacables a la firmeza en las sanciones, al carnet por puntos y a las
restricciones en la velocidad máxima permitida.
En enero y febrero de 2015 los
muertos del tráfico en el Reino de España vuelven a ser noticia. Desde las
instituciones oficiales, el ligero aumento en el número de muertos en las
carreteras es mirado con precaución, esperando a obtener series de datos más
completas que confirmen tendencias. Resulta razonable, pero las alarmas están encendidas.
La razón de la prevención puede
ser consecuencia de una especie de sorda obstinación en el error. Parece nacer de la repugnancia hacia la norma y de una permisividad “visceral” que coincide con la doctrina
imperante y su patético llamamiento a la “libertad” de cada ciudadano de
conducir su coche a la velocidad que le da la real gana,mientras no se queje en las calles. Las autoridades
neoliberales sugieren aumentos de la velocidad máxima permitida en autovías y
autopistas (130 km/h) y limitaciones en carreteras secundarias (90 Km/h), al
tiempo que experimentan con nuevos radares fijos y móviles. Sin embargo, los
grandes principios de la seguridad viaria siguen fuera de la
comprensión de la ciudadanía.
Esos principios universales son
meridianamente claros en las sociedades maduras. Los dos primeros son
estructurales y están basados en las carreteras y en los vehículos. Si las vías
se deterioran por falta de mantenimiento, la seguridad disminuye desde el
momento en que el usuario no es capaz de percibir dicho deterioro. Si el
vehículo sufre fallos técnicos, las inspecciones obligatorias (ITV) deberían
garantizar la seguridad mecánica. Además, los avances tecnológicos en los nuevos
vehículos pretenden disminuir los riesgos de accidente, aunque, paradoja, se siguen
comercializando automóviles vulgares capaces de rodar a 200 Km/h, aunque no
tendrían nunca ocasión de hacerlo sin burlar la ley.
Los principios no estructurales
se refieren al comportamiento del conductor y a la estricta aplicación de
normas de circulación. Pocas cosas son más frágiles que la
percepción que un conductor tiene de la seguridad al volante. Mientras que las
campañas publicitarias tienen efectos muy efímeros, hasta el más idiota sabe
que reducir la velocidad reduce los siniestros y su gravedad. La tolerancia
cero ante la infracción es imprescindible. Juguetear desde la administración
con elevar los límites de esa velocidad resulta temerario, ya que induce a la
relajación en la norma. De igual forma, anunciar con paneles, dispositivos o
carteles la presencia de radares, tanto fijos como móviles, invita a aumentar
la velocidad cuando no se anuncia su presencia.
Carreteras secundarias peor
mantenidas por recortes presupuestarios y carencias en el mantenimiento de los vehículos
por la penuria económica se conjugan con veleidades normativas en la velocidad
que son percibidas por el conductor como mayor tolerancia, menor rigor y menor
convicción al señalar las verdaderas causas de las muertes.
En realidad, el cajón de la
seguridad vial sigue siendo eso: un simple cajón donde políticos de corto
alcance rebuscan y trastean sin cesar. Otra vez nos colocamos ante la ausencia
de sinergias. Limitar severamente la velocidad no es sólo la forma segura de
disminuir los muertos y heridos en la carretera. Es también la forma más
inmediata de disminuir las emisiones de CO2 a la atmósfera y reducir las
emisiones de partículas cancerosas (PM).
¡Vaya! Aquí hay una sinergia no
suficientemente explorada por miopes autoridades del tráfico, algo lógico en
políticos que, sencillamente, detestan el medio ambiente. Pero esas autoridades
neoliberales, tan enamoradas del dinero y del PIB, además del cajón ambiental deberían
abrir otro cajón. sinérgico Es el de los ingentes daños económicos que causa la
siniestralidad en las carreteras.
En Suiza contemplan la siniestralidad viaria de manera global. Los accidente de carretera cuesta más de 4 mil millones de euros anuales al país |
Suiza, nación que aparece
profusamente en este blog, acaba de divulgar un estudio federal sobre esos
costes en su territorio. En cada accidente, la activación de policías y agentes
de tráfico, de bomberos y ambulancias, de grúas y posibles helicópteros para
evacuar heridos, supone entre 10.000 y 15.000 euros de gasto. Al coste directo
del suceso se suman los daños causados a la infraestructura, la posible
reparación del vehículo, la hospitalización, la rehabilitación, la
indemnización por el daño, la parada laboral y los lucros cesantes, sin mencionar
el coste de una vida truncada.
Según el informe, cada accidente
mortal en Suiza puede significar una media de 140.000 euros de gastos a la sociedad
helvética. Contando todos los accidentes de carretera del país, cada año supone
unos 4.200 millones de euros, lo que equivale al presupuesto anual destinado a
la Defensa de la Confederación. Produce escalofríos pensar en lo que significaría para el
Reino de España hacer ese estudio.
Bajar la velocidad en las
carreteras y autopistas, utilizando para su control efectivo un garrote enorme
y erizado de pinchos, no es solamente la forma de que menos personas mueran o
queden inválidas de por vida. La sabia medida afecta a otros “cajones” del gran armario nacional, al bajar los consumos, las importaciones de petróleo extranjero, las
emisiones que destruyen el clima del planeta y la contaminación del aire que
mata a 48.000 europeos cada año. Además, se cerraría la gigantesca hemorragia
económica provocada por los siniestros de carretera y por las ingentes enfermedades
oncológicas, respiratorias y cardiovasculares en tanta ciudad irrespirable.
Cada vez es más urgente recuperar
las olvidadas políticas ambientales