ALITAS DE POLLO
Descenso a los infiernos
Mañana es una “jornada de
reflexión”, previa a las elecciones del 24 de mayo de 2015 donde los ciudadanos
españoles elegirán sus representantes en ayuntamientos y gobiernos regionales. Dedicar
un día para reflexionar, aunque sea cada cuatro años, es buena cosa. Puestos a
ello, reflexionemos sobre la desigualdad, la pobreza, la intolerancia y la podredumbre
que se ha adueñado de buena parte de la sociedad española.
Hay otras reflexiones. Me siento
a la mesa dispuesto a degustar una alitas de pollo cocinadas al curry y decido
reflexionar sobre las aves que ahora me ofrecen sus atrofiadas y enclenques alas. Unas alas incapaces de volar. Éstas pobres alas pertenecen a un puñado de pollos jóvenes, muertos con apenas cuarenta días de edad. Porque esa es la esperanza de vida de
cualquier pollo industrial, de cualquier “broiler”, que es como se llama al pollo en la espantosa jerga técnica.
Cuesta trabajo imaginarse los
cuarenta días de vida del propietario de una de las alitas. Una breve y
apretada vida compartiendo un metro cuadrado con otros quince o veinte
compañeros, también castrados y con el pico recortado con alicates nada más salir del huevo. Dos
veces al día, ochenta veces en toda su vida, en su único mundo, en el barracón del “gulag” aparecía
un gran ser que se llevaba a manojos los colegas muertos y pisoteados por los demás
sobre el suelo reblandecido por las deyecciones.
Morían de pánico, de asfixia y de enfermedades como la influenza, la salmonelosis, la coccidiosis, los
colibacilos, las micoplasmosis, el mal de Gumboro, la ascitis, la enfermedad de
New Castle,... Los que no enfermaban sufrían dolorosas quemaduras en las patas,
en el pecho y en los culos desplumados, a causa del roce permanente con el
amoniaco del suelo. Otros se derrumbaban y clavaban el recortado pico en el
suelo, aplastados por su propio peso, deformados y aptos únicamente para ser
troceados y vendidos como alitas, pechugas o muslitos sobre bandejas de
canceroso poliestireno.
El guardián que pasaba a recoger los muertos cada doce horas deambulaba emitiendo espantosos gruñidos. Era
una tos seca, fruto de la bronquitis crónica causada por respirar el aire del
atestado barracón donde flotaban la caspa de las aves, esporas de hongos y mohos,
bacterias y micotoxinas, moléculas de medicamentos y pesticidas, vapores de
amoniaco y anhídrido sulfúrico mezclados con endotoxinas.
Tras cuarenta días de infierno,
alguno de los 120 mataderos de "broilers" autorizados en España se llevaba en
cajas a los supervivientes, mantenidos en ayuno desde doce horas antes. El hambre antes de la decapitación. Una vez
vacío el “gulag”, habría sido limpiado y
desinfectado con agresivos productos químicos antes de albergar a la siguiente
generación de pollos recién nacidos, ya castrados y amputados, a lo largo de otros cuarenta días satánicos.
Observo las alitas de pollo en mi plato, calculando los antibióticos que acumulan en sus escasas carnes. Esos antibióticos que
dejan a los humanos indefensos ante las bacterias más resistentes y peligrosas.
Pienso en los blanquecinos excrementos generados por los 300 millones de aves que se “fabrican” anualmente en España, cargados de fosfatos solubles que
anegan los cursos de agua y los eutrofizan .
Imagino los millones de
toneladas de semillas de soja importados para alimentar a los millones de "broilers",
llegadas desde Argentina o Brasil después de desforestar las selvas y arrasar las praderas con pesticidas y transgénicos de Monsanto. Recelo de los peligrosos
“campylobacter” que lleva en su piel el 85% de los pollos comercializados y que matan a miles de europeos cada año, además de causar dolorosas diarreas a otros cientos de miles.
En España se consumen 25 millones
de pollos cada siete semanas. Apenas es necesario importarlos del extranjero,
porque las 155.000 explotaciones esparcidas sobre nuestra geografía cubren la
práctica totalidad de la demanda nacional.
No existe afán de mortificar al
lector con esta desagradable reflexión. Tampoco anida en ella el deseo de sabotear un
mercado, el avícola, sabiendo que para demasiados ciudadanos el "broiler" es la
única fuente de proteína accesible en estos tiempos de miseria pública. Tan solo quiere
ser una llamada de atención sobre nuestra insensible sociedad, acostumbrada a
comer objetos industriales obtenidos con daño y dolor.
Bajemos nuestro consumo de carne animal, aunque sólo sea por conservar un poco de dignidad y decencia, en estos tiempos de indecencia e indignidad.
Bajemos nuestro consumo de carne animal, aunque sólo sea por conservar un poco de dignidad y decencia, en estos tiempos de indecencia e indignidad.