SOMOS LO QUE COMEMOS
El drama del modelo
El mercado del pescado no
termina de sacudirse la fama de opaco y confuso. Las tinieblas convienen a esa forma de comer basada en la comida industrial y la distribución a través
de cadenas de hipermercados y supermercados. El tinglado industrial lleva años
perfeccionándose gracias a fuertes inversiones en publicidad, amplios horarios
comerciales, “marcas blancas”, ingredientes camuflados dentro de platos
precocinados, abundantes aditivos y precios muy ajustados. Pero ese tinglado no
funcionaría tan estupendamente si no contara con la inestimable ayuda de los políticos.
¿Otra vez cargando contra la
clase política? ¡Qué pesadez! Pues se siente, pero resulta inevitable. Los políticos europeos
han decidido, sabiamente aconsejados por los industriales, que no es necesario
indicar el “origen” de los alimentos que nos venden. En el caso del pescado
industrial (latas) no hace ninguna falta saber de dónde nos viene la “sardinilla” en
aceite o el atún “claro". En opinión de los políticos
europeos, a los consumidores no nos interesa averiguar si la caballa de nuestra
lata es del Atlántico norte (sobrexplotada) o del Pacífico sur (saqueada y
casi extinta).
Tampoco tenemos porqué saber
si el cerdo con el que está hechas nuestras lonchas de Jamón Cocido nació, creció y murió en Torregrosa (Pla d´Urgell – España) o nos viene de Polonia. Ofrecer tal
información debe considerarse como una falta de respeto hacia la industria alimentaria,
siempre tan atenta y servicial, incapaz de darnos gato por liebre y célebre por
su compromiso de transparencia. Por cierto, como cuando nos mete carne de caballo en lugar
de vacuno. En realidad, el escándalo de la carne de caballo que hoy atormenta a
media Europa (No a España, más pendiente de otros tormentos) es una consecuencia, evidente, de
la industrialización salvaje de la comida.
Uno de los primeros alimentos
en industrializarse fue el de las harinas y sus derivados. Desde entonces, la
bollería industrial ha venido ofreciendo a nuestros hijos el camino seguro
hacia la diabetes, la obesidad, las caries y las carencias nutricionales. La
siguiente en industrializarse fue, desde finales de los años sesenta, la cría intensiva
de animales terrestres. La gran industria de pollos, cerdos y vacunos significó el inicio de su engorde masivo en establos cerrados y en condiciones repugnantes, usando
hormonas, anabolizantes, medicamentos veterinarios y antibióticos a paletadas, recurriendo
al canibalismo al dar de comer a las terneras y las vacas (mamíferos herbívoros
y rumiantes desde el día de la Creación) unos polvos y pastillas hechos con cadáveres
de otras vacas y terneras, o despojos de ovejas, pollos o peces podridos.
Desde hace unos años se está
desarrollando la industria alimentaria de la acuicultura. Para esa industria se
anuncia la fecha decisiva del 1 de junio de 2013. A partir de ese día,
las doradas, salmones, rodaballos o lubinas podrán ser alimentadas en Europa
con piensos a base de restos de pollo o de cerdos. Los políticos europeos, sabiamente aconsejados por los industriales, dicen que será una buena respuesta a la
degradación de los océanos, incapaces de generar más materia prima con la que
fabricar harinas de pescado a precio competitivo. Harinas de pescado que se han puesto por las nubes.
Durante los próximos meses
asistiremos a los últimos coletazos del fraude de la carne de caballo. Este
asunto es, en realidad, otra consecuencia lógica de lo que se conoce como la
industria del “Mineral de Carne”. Un mineral que no atiende a especies
concretas y que emplea todos los huesos, cartílagos, colágenos, tripas,
tuberías y grasas de cualquier animal para fabricar una “masa” con la que
rellenar pizzas, lasañas, albóndigas, "frankfurt", hamburguesas o canelones. Los establos ya no son granjas, sino fábricas de carne. Los animales que allí malnacen, sufren y
mueren no son más que pedazos mercantiles de proteína.
La industria de la carne no
solo amenaza nuestra salud y nos mete la mano en el bolsillo con sus opacidades. También ha
conseguido alterar nuestra visión de los animales, que han dejado de ser individuos,
vivos y sensibles, para convertirse en contenedores de carne picada. No es sorprendente en una sociedad que está rompiendo (prostituyendo) sus relaciones
con el resto de la biosfera. Nos hemos apoderado de los recursos del planeta y
pretendemos arrinconar en “parques naturales” y “reservas” a los miles de
millones de seres que comparten con nosotros la Tierra. Carne de caballo,
circuitos internacionales e incontrolados de productos alimenticios,
canibalismo contra-natura, fraude y engaño, peces que comen tripas de cerdo,…
síntomas de un sistema que termina por afectarnos.
Regresemos a los hipermercados y supermercados, parte integral y básica de la cadena, a la que alimenta y estimula. Las grandes cadenas de distribución no tienen el menor interés en ocuparse de quién, cuándo y cómo se produce la comida que venden. No les interesa saber si un producto ha tenido que cruzar medio planeta, con un coste ambiental y energético disparatado, o si la obtención de un producto destruye bosques, especies y culturas. Les importa un comino que las bandejas y envases donde empaquetan su comida destilen venenos químicos. Lo importante es mantener los márgenes comerciales, aunque sea necesario bajar la calidad del producto, engañar en su composición o, sencillamente, ocultar la identidad e ingredientes bajo nombres llenos de fantasía.
No nos engañemos. El sistema está en su mejor
momento y tiene por delante un futuro prometedor. Las familias no pueden
prescindir de sus tarifas planas del "smartphone", sus abonos de transporte, los gastos del
coche y de los seguros. Tampoco pueden escapar de la hipoteca, de las tasas e
impuestos que les atornillan los políticos. Si hay que hacer recortes familiares,
pues que recaigan en el supermercado. Con la cultura de la cocina fresca y
natural en vías de extinción (recluida en esas Reservas Integrales llamadas
Restaurantes), con horarios laborales de esclavitud y con una sociedad de
bolsillos vacíos, el sistema de la comida industrial y anónima está arrasando.
Arrasando la antigua y humana red de pequeños comercios de alimentos de calidad, destruyendo
empleos y proveedores de confianza. Arrasando y malogrando cualquier intento de
reducir la generación de residuos domésticos, desbordando los sistemas de
gestión de basuras, fomentando el desperdicio de comida e inundando el entorno
con envases y recipientes indestructibles. Arrasando nuestra salud con aditivos y
sustancias químicas capaces de envenenarnos ahora y de enfermar a nuestros
hijos y nietos antes de que nazcan.
Sobre todo, arrasando nuestra
sensibilidad. Para demasiadas personas, el supermercado es el único punto de contacto entre la biofera, el planeta y la naturaleza (los alimentos) con la vida artificial de las
ciudades. Es en los hiper y los super donde nos enfrentamos con la perversidad del
sistema. Es ahí, entre estantes luminosos, música suave y paquetes
multicolores, donde podemos idiotizarnos y dehumanizarnos completamente. O bien, donde
podemos reaccionar.
Porque nadie nos va a ayudar a
resolver tanta imbecilidad. Mucho menos nuestros políticos decadentes (dijo un
magistrado) y nuestros conspicuos empresarios. Solo nosotros, como
consumidores, los capaces de romper un sistema autodestructivo e ideado para
enriquecer a los de siempre. Empecemos hoy mismo: renuncia a la innecesaria
“tableta” y, con lo que te ahorres en
telecomunicaciones idiotas, empieza a comer mejor.
Hazlo aunque sea por motivos
egoístas. Si eres hombre, para mantener tus apreciados espermatozoides en buena forma
y evitar el cáncer de próstata y de colon que te esperan a la vuelta de la
esquina mucho antes de lo que te imaginas. Si eres mujer, para proteger a tus
futuras hijas e hijos y para no dar tantas facilidades al cáncer de pecho o de
colon que te rondan como buitres.
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