OYAMBRE 2015
Empieza la temporada
El escenario es el de siempre.
Lleva ahí desde que terminó la última glaciación. Una bella y moderadamente
salvaje playa, de arena muy fina y blanca. Está rodeada de praderas y sus
aguas, protegidas por el cabo de Oyambre, quedan a sotavento de los temporales.
Además, ha demostrado que es muy fuerte.
Falta le hace tener un carácter
duro para soportar las agresiones que recibe sin cesar. No trata de las
bofetadas propinadas por la naturaleza, a menudo de una violencia implacable.
En realidad, el peor enemigo de Oyambre siempre ha sido el ser humano y su
estúpido desprecio por todo lo que no comprende.
Este verano de 2015, la playa
de Oyambre sigue recibiendo los plásticos que el Atlántico deposita en su
arenal, pero las máquinas de limpieza de playas los recogen (en días
laborables), llevándose por delante las algas muertas donde reside una fauna pequeña,
delicada y única que no merece ser arrasada a diario como si fuera basura.
Este verano siguen vigentes
las cicatrices de la brutal erosión que devora sus acantilados y taludes de
arcilla. La misma erosión que afecta a tantas playas atlánticas europeas,
agravada por la paulatina subida del nivel del Mar Cantábrico.
Este verano, la escollera
ilegal instalada por un particular sobre la misma arena y sentenciada a ser
demolida por el más alto tribunal, sigue tan campante. El pequeño campo de golf
que recubre su duna, protegida por una Directiva europea, continua impidiendo
su obligada restauración. El humedal que llega hasta sus arenas, supuestamente protegido
por Europa, sigue aplastado bajo cientos de toneladas de rocas.
Este verano, a pesar de que
llamativos carteles prohíben su acceso a la playa, docenas de perros corretean
impunemente entre los bañistas. Al parecer, los dos ayuntamientos que se
reparten la responsabilidad sobre la seguridad y el orden en el concurrido
lugar (Valdáliga y San Vicente de la Barquera), carecen de medios técnicos y
humanos. En Oyambre no hay demasiada ley.
Este verano, siguen los conflictos
de tráfico en los accesos y aparcamientos plantados encima de la duna. Adultos,
niños y perros se disputan una carretera estrecha y picoteada de baches, con
vehículos aparcados de cualquier forma, atascos y constante peligro para los
peatones que no disponen de sendas tranquilas a causa del golf que la
estrangula.
Este verano, el monumento al
Pájaro Amarillo, emblema de la playa y símbolo histórico que cualquier político
europeo no dejaría escapar para potenciar el turismo local, sigue encerrado en un oscuro almacén mientras
que su vetusto pedestal se derrumba a gran velocidad.
Este verano, sin embargo, se
han tomado tres decisiones trascendentes. La primera ha sido acometer el desvío
de las aguas fecales (humanas y bovinas) que durante décadas apestaban las
arenas y adornaban el arenal de Oyambre con un toque de rancia y desagradable
humanidad. El segundo ha sido autorizar la construcción de una nueva escollera
de piedra para proteger un chiringuito privado donde, por cierto, se sirven sabrosas
raciones de calamares.
Dentro de esta ofensiva
reformadora 2015, una tercera decisión parece sacada de un manual de la
idiotez. Una humilde escalera de madera, desmontable y discreta, que daba
servicio a los bañistas desde una pradera ha sido prohibida. Funcionaba desde
hace una docena de años durante los treinta días de agosto. Pero alguien la ha
considerado mucho más dañina que el mediogolf aplastando la duna, las
escolleras, las máquinas barredoras de fauna, la ausencia de papeleras y
seguridad pública, los purines de las vaquerías de Gerra, las rocas vertidas al
humedal, los perros sueltos, la impunidad y el caos circulatorio.
Oyambre resiste en Cantabria
Infinita.
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