NATURALEZA Y SOCIEDAD
Democracia, ciudadanía y ética
Profundizar en la sostenibilidad
y el medio ambiente no se limita a desbrozar
los efectos del cambio climático, la crisis energética o la justicia
ambiental. De vez en cuando hay que pararse a pensar. El medio ambiente
entraña consideraciones éticas y morales que pocas personas comprenden, bien porque
no les interesa o porque su capacidad de asumir comportamientos sometidos a nuevas reglas
morales está saturada por alguna religión excluyente. También, por alguna
doctrina política alienadora y discapacitadora.
El artículo “Democracia y demografía”, publicado el 12 de julio de 2012 en la
sección “Ideas” del prestigioso periódico francés Le Monde, nos invita a reflexionar. El autor es M. François Gallichet, Doctor en Filosofía y profesor emérito de la
Universidad de Estrasburgo (Francia). La dirección web es para quien conozca la
lengua francesa (*). Pero en tiempos de inglés
hasta en la sopa, cada vez menos españoles aprenden la lengua de Molière.
Así que, me permito ofrecer esta traducción literal, con permiso de M.
Gallichet.
"Habitualmente, las catástrofes (ecológicas, económicas, financieras y otras) se consideran como el efecto de
comportamientos irresponsables:
industriales que siguen contaminando, políticos
obnubilados por el corto plazo, banqueros obsesionados por el beneficio. La
despreocupación respecto a las consecuencias de nuestra conducta genera un
mundo inhabitable para las próximas generaciones: clima alterado, deuda
aplastante, paro generalizado.
Frente a esas consecuencias, previsibles, la única forma de escapar a la culpabilidad es abolir las
potenciales víctimas. Si no hay generaciones futuras, entonces no hay culpables
de nada. La abolición de las víctimas es producida, precisamente, por la
catástrofe. Un mundo catastrófico es un mundo que se detiene bruscamente, deja
de perpetuarse y, en consecuencia, no exige solidaridad entre la actual
generación y las del futuro.
Así pues, la catástrofe es, simultáneamente, el efecto de comportamientos irresponsables y la única forma de, si
no legitimar, al menos descriminalizar dichos comportamientos. Si hay pocos o
ningún descendiente a quien legar oportunidades, el principio de responsabilidad
desarrollado por Hans Jonas (1) deja de funcionar y todo está permitido.
Es lo que expresa la popular frase “Después
de mí el diluvio”. En ese enunciado, el “diluvio” es a la vez una
constatación y una justificación, un hecho y una razón de actuar. Si detrás de
mí no hay nada, entonces yo no soy responsable de nada y ante nadie.
Puede decirse que la
despreocupación produce la catástrofe (como resultado) y al mismo tiempo la
invoca (como justificación). Esta lógica circular es, a menudo, inconsciente
pero explica la dificultad de cambiar los comportamientos. Renunciar a la
despreocupación no significa cambiar de conducta, sino también reconocer una
pesada culpabilidad difícil de asumir. De ahí la inconfesable elección de lo
peor: ya que todo está “jodido”, lo mejor es disfrutar al máximo del presente,
lo que incrementa aún más de posibilidad de que llegue lo peor.
El fatalismo engendra lo que
anuncia, según la lógica de la profecía que se autogenera. Extrae su mayor
fuerza de esa necesidad que el propio fatalismo produce. Necesita que llegue la catástrofe para ser absuelto de toda condenación moral,
persistiendo y resistiéndose a toda censura o intento de demostración del error.
Esta lógica se refuerza con el
crecimiento de la población. Christian Morel (2), en su trabajo sobre
“las decisiones absurdas”, observa
que éstas son más frecuentes cuanto más numerosas son las personas que
participan en la decisión. Cada participante tiende más a expresar lo que
considera como opinión mayoritaria, o bien seguir al líder, en lugar de ofrecer
su personal y verdadera opinión. Si la desconfianza engendra y justifica la
propia desconfianza, el fatalismo suscita y legitima el fatalismo, haciéndolo
más atractivo y probable a ojos de la mayoría. Si nadie se preocupa del
futuro, resulta idiota ser el único en preocuparse.
Rousseau consideraba que las
grandes naciones estaban predestinadas al despotismo; que la democracia solamente
era posible en pequeñas colectividades, como en las ciudades de la antigüedad.
En tiempos de la Revolución, Francia era la nación más poblada de Europa. A
esto se añadía el escaso nivel de instrucción en la Francia de finales del
XVIII, lo que impedía aumentar el número de personas capaces de participar,
verdaderamente, en las deliberaciones políticas. Hoy, ese número es muy considerable:
debemos felicitarnos por ello, pero también plantea, en Francia y fuera de
ella, un problema de gobernanza democrática.
Una humanidad con 8.000 millones
de personas no solamente es insoportable para el planeta, sino que engendra
formas de deliberación y decisión que no favorecen las decisiones acertadas. La
actual crisis de la Unión Europea (aumentada desde 6 hasta 27 estados miembros) lo
demuestra bien a las claras. También
aparece la incapacidad mundial para gestionar crisis como la de Siria o
ponerse de acuerdo sobre una política de conservación del medio ambiente
(fracaso de la Cumbre de Río 2012).
Para resistir a la fascinación
del fatalismo y el hedonismo presentes hay que plantear el problema de la
demografía. ¿Hay un número óptimo de seres humanos para habitar la Tierra? ¿Se
pueden alimentar? Además. ¿es posible una auténtica democracia en países con
más de mil millones de habitantes? ¿Cómo escapamos de los fenómenos mediáticos
que favorecen los efectos de las modas, de los líderes carismáticos y de la
demagogia, en detrimento de un debate racional y riguroso? ¿Cómo enfrentarse a esa lógica mimética (tan bien analizada por René Girard (3)) que suscita las
crisis que soportamos desde hace decenios? Estas son algunas de las cuestiones
a las que hay que responder si queremos escapar de la espiral del catastrofismo
autojustificador”.
(1) Hans Jonas. Filósofo y
Teólogo. Profesor Universidad de Jerusalem y Calverston. Autor de “El principio de la responsabilidad”
(1979)
(2) Christian Morel. Licenciado
en Economía, Ciencias Políticas y Sociología. Actividad profesional en Alcatel,
Dunlop y Renault
(3) René Girard. Licenciado en
Filosofía e Historia. Crítico literario. Miembro de la Academie Française.
Profesor en las Universidades de París, Indiana, Duke, John Hopkins y Stanford.
Autor de “Les décisions absurdes”
(2002)
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